La batalla que ha inspirado novelas,
películas y canciones. El fin del retorno casi milagroso del general más
portentoso de la historia quien —regresando del exilio con menos de un
millar de soldados y enfrentándose a enemigos muy superiores en número—
estuvo a las puertas de poner, una vez más, toda Europa bajo los
designios de su voluntad. Esta es la historia de lo que pudiendo haberse
convertido en su más increíble triunfo, fue sin embargo el fin del
mayor aventurero de la Historia.
¡Ha vuelto!
Primavera de 1815. La noticia recorre
toda Europa como la pólvora: ha escapado de su exilio, sorteando los
barcos ingleses encargados de impedirle abandonar la pequeña isla en que
está confinado, y acompañado de seiscientos soldados —la escolta que se
le permitió mantener a cambio de entregar todo un imperio— ha vuelto a
poner en pie en Francia. Las cortes europeas son sacudidas por el
acontecimiento y de un país a otro circulan los comentarios de asombro y
alarma sobre el sorprendente suceso. Sólo hay un individuo en el mundo
que puede provocar semejante conmoción con la sola mención de su nombre:
Napoleón Bonaparte. El oficial de artillería que
ascendió de la nada hasta el trono de Francia, que derrocó reyes y
dinastías, que dominó toda Europa… y que la perdió cuando el grueso de
su ejército moría de hambre y frío en el crudo invierno de las estepas
rusas. Napoleón ha vuelto. El pánico invade los palacios de las
principales potencias del continente. Los reyes y emperadores que una
vez doblaron la rodilla ante él comienzan a intercambiar cartas y
mensajes diplomáticos, consumidos por la angustia, ¡es como si un
Apocalipsis fuese a cernirse sobre Europa! Tal es el aura que rodeaba a
Napoleón: el hombre más famoso del mundo, cuyas hazañas se conocían
desde Japón y China —donde era una figura casi mitológica—hasta la
remota Sudamérica.
Nadie, ni siquiera en Francia, era capaz ni de imaginar que un retorno
tan inesperado y espectacular pudiese llegar a ocurrir. Los pescadores
de la costa francesa apenas pueden creer lo que están viendo cuando un
bote llega a tierra y pone el pie sobre la arena una muy reconocible
figura de baja estatura: nada menos que el antiguo Emperador,
actualmente un proscrito de la ley francesa, que tiene prohibida la
entrada en el país. Una escena semejante no se había visto jamás. El
boca a boca primero, y los mensajeros a caballo después, llevan la
chocante primicia a París. Bonaparte, que tras su derrota había sido
insultado —y casi linchado—por el pueblo en su marcha hacia el exilio,
es ahora recibido con expectación: Luis XVIII, el fofo e
inoperante rey Borbón que asumió el trono tras la derrota de Napoleón,
ha decepcionado a los franceses con sólo unos meses de reinado. Luis
XVIII no es menos tirano que Bonaparte, pero sí mucho más ineficiente.
Un año antes franceses habían culpado a Napoleón de la derrota militar
en Rusia, pero ahora echaban de menos su tiranía: a fin de cuentas había
construido escuelas, carreteras, y había escrito leyes que, salvo por
el recorte de las libertades —sobre todo de prensa— eran en general
bastante razonables.
El Rey envía un contingente de soldados
para detener a Napoleón, comandados por un capitán que tiene la orden de
arrestarle. En un camino boscoso, este destacamento se encuentra con
Bonaparte y su escolta de seiscientos hombres. Ambos bandos apuntan al
bando rival con sus armas; la tensión se corta con un cuchillo. Si
alguien aprieta el gatillo se desencadenará una masacre. El capitán le
dice a Napoleón: “tengo orden de haceros prisionero” pero los escoltas
que cubren las espaldas a Bonaparte no mueven una pestaña. Como siempre
se mantienen leales a quien fue su Emperador y como siempre están
dispuestos a jugarse la vida por él. La escena puede terminar en una
sangría.
Pero Napoleón da un paso adelante y
habla a los soldados que han ido a detenerle. Dice: “No permitiré que
mis soldados derramen su sangre sin motivo. Si alguno de vosotros aún
está dispuesto a disparar a su Emperador, aquí lo tenéis” y se abre la
chaqueta en un gesto dramático, mostrando su pecho, dispuesto a recibir
las balas. Pero Napoleón intuye que las tropas que han de hacerle
prisionero —pero que en otro tiempo sirvieron bajo sus órdenes— en su
interior siguen siéndole fieles. Conmovidos, los soldados renuncian a su
misión y comienzan a vitorearle con gritos de “¡Viva el Emperador!”.
Abandonan a su capitán y se unen a la escolta de quien todavía sienten
como su general. El capitán, abatido pero haciendo gala de dignidad y
valentía, se dirige a Napoleón: “Mi intención todavía es deteneros, pero
mis soldados me han abandonado”. Napoleón, con su fina psicología para
tratar a los soldados —él fue soldado antes que ninguna otra cosa en su
vida, pues desde niño creció en una escuela militar—no le muestra ningún
rencor: sonríe y le felicita por su empeño en cumplir la orden
recibida. Le deja en libertad, sin represalias, y un tiempo más tarde
—siempre dispuesto a hacer uso de un buen oficial— le llamará para
tenerle también entre los suyos. El Emperador, que nunca consiguió
ganarse a los reyes y aristócratas europeos pese a sus constantes
empeños, sí sabe tratar a sus hombres, y ese es uno de los motivos que
le convierten en el más temido general de su tiempo.
Napoleón sigue su camino hacia el norte,
hacia París. Cada vez que se topa con un destacamento enviada para
arrestarle, se repite la escena: los soldados renuncian y se unen a su
escolta, que se engrosa cada vez más. Un buen día, cuando Napoleón aún
está de camino a la capital, aparece una pintada en un muro cercano al
palacio de Versalles, dirigida al rey: “Luis, no me envíes más soldados,
ya tengo más que suficientes”.
Luis XVIII capta el mensaje: hace las
maletas apresuradamente; su camarilla de ministros también: abandonan
París y se marchan al exilio a toda prisa. Es una decisión juiciosa;
durante años han visto a Napoleón efectuar prodigio tras prodigio y este
es solamente un prodigio más en su inigualable carrera: sin disparar
una sola bala, sin desenfundar un solo sable y apelando sólo al amor de
sus soldados, Napoleón ha recuperado el trono de Francia. Es el comienzo
de los Cien Días, un periodo tan fabuloso como históricamente anómalo
en que se jugó el destino de Europa y, seguramente, del mundo.
Cuatro contra uno
Le parecía imposible cuando, paseando a
caballo por los cerros de la diminuta isla de Elba, se lamentaba por el
imperio perdido, pero ahora vuelve a sentarse en el trono. Es de nuevo
Emperador de Francia. Y su primera medida es enviar cartas de paz a
todas las potencias europeas, recordándoles que él nunca inició ninguna
guerra y sólo terminó las que habían iniciado otros, que fue amable
incluso con los reyes a quienes destronó y que desea ante ninguna otra
cosa que no se derrame más sangre en suelo europeo. No hay contestación.
Ni siquiera su suegro, el emperador Francisco I de Austria —con cuya hija Maria Luisa
Napoleón se casó y tuvo un niño al que ya no le dejan ver—se digna
responderle. No se fían de él; conocen por experiencia su ambición, su
inigualado talento militar y su tendencia a invadir un país detrás de
otro. Le tienen tanto miedo que no pueden darle tiempo para rearmarse,
sabiendo que aunque el ejército de Francia ya no es el mismo, bajo el
mando de Napoleón puede ser capaz todavía de grandes cosas. Se forma una
Alianza contra Francia —la séptima en trece años, nada menos— liderada
por Inglaterra, junto a Prusia, Rusia, Austria y varios países menores.
Cuatro potentes ejércitos se dirigen a la frontera francesa desde
diversas direcciones. Un cerco mortal.
Desde el norte, llega la amenaza de los dos más potentes ejércitos de la Alianza, el ejército británico dirigido por el Duque de Wellington, que ha acampado en Bélgica junto al ejército prusiano del anciano general Blücher.
Desde el este, con algo de retraso, se acercan los rusos y los
austriacos. Demasiados enemigos a los que combatir con un solo gran
ejército. Napoleón está perdido. ¿O no? Lo ha demostrado mil veces:
aunque llevado por su ego fue capaz de cometer grandes errores —como el
de invadir España y, sobre todo, el de invadir Rusia—su astucia militar
no tiene límites. Ya que le obligan a luchar, luchará. Ya que sus
enemigos son muchos, buscará la mejor manera de neutralizarlos a todos.
Sí, parece imposible.., y de hecho, ¡es imposible! Pero sobre un campo
de batalla nunca hubo imposibles para Napoleón Bonaparte: por eso es
quien es.
Napoleón decreta una movilización general para recomponer lo mejor que
pueda y a toda prisa el ejército francés, lo que una vez —antes del
desastre de Rusia—fue la fuerza militar más poderosa de la Tierra.
Perdió muchos soldados veteranos y valiosos en la estepa rusa, vencido
por el General Invierno, ya que el Zar y sus tropas habían huido de él…
atrayéndole astutamente hacia el terrible periodo invernal. Pero
Napoleón aún conserva algunas de sus mejores unidades. Sigue teniendo a
la Guardia Imperial, que era la infantería de élite más temida —y
temible—de su tiempo. Un cuerpo reducido, pero formado por hombres
seleccionados personalmente por Napoleón, hombres que debían reunir unas
características únicas: alta estatura, complexión fuerte, carácter
combativo y mucha experiencia probada en el campo de batalla junto al
propio Bonaparte. De aspecto feroz, tocados con gorros de piel de oso,
los hombres de la Guardia Imperial cobraban el triple de salario que el
resto de soldados franceses y recibían el doble de ración. En muchas
batallas ni siquiera entraban en combate y descansaban tranquilamente
mientras las demás tropas se jugaban la vida en combate. Un trato de
privilegio que, sin embargo, justifican cada vez que son llamados a
luchar por el Emperador: la Guardia Imperial nunca —jamás— ha
retrocedido ante nadie. Cada vez que Napoleón les ha hecho levantarse de
su privilegiado descanso y entrar en una batalla, los hombres de la
Guardia han contribuido decisivamente a la victoria. Es el más
invencible cuerpo de infantería del planeta; su sola mención hace
estremecerse a los soldados enemigos.
Bonaparte también conserva su artillería
que —también— es la más avanzada y eficaz de su tiempo. No es difícil
explicar por qué: Napoleón, además de Emperador, estratega y general, es
el mejor artillero del mundo. Desde niño estudió en una academia
militar todo cuanto se podía aprender sobre esa disciplina. Lo sabe todo
sobre cañones, absolutamente todo: cómo se fabrican, qué metales se
usan, las leyes de la física y la dinámica que rigen la trayectoria de
las balas… todo. Presume —con razón—de poder construir un cañón
perfectamente funcional desde cero. En algunas de sus primeras batallas
como general, cuando era más joven y ágil, llegó a manejar cañones junto
a sus hombres, manchándose de pólvora y sudor y ganándose su respeto.
Cuando en París se había celebrado con salvas el nacimiento de su primer
hijo, el Emperador —de pie ante una ventana de su palacio—había
escuchado los cañonazos desde la distancia, diciendo qué tipo de cañón y
de qué calibre estaba disparando cada vez, distinguiéndolos únicamente
por el sonido. Cuando tras su segunda y definitiva derrota fue conducido
a Londres en un barco británico, el capitán inglés —que le había
recibido con frialdad despectiva—acompañó a Napoleón a la cubierta de
cañones, que Bonaparte se empeñaba en visitar. El marino quedó tan
atónito por los conocimientos de Napoleón sobre la artillería del buque
—sabía mucho más que todos los artilleros del barco juntos—que envió una
carta a su familia describiendo con asombro la erudición del general
corso. Napoleón es un genio en diversos campos, pero en artillería más
que en ningún otro.
Además de la temible Guardia Imperial y
su avanzadísimo cuerpo de artillería, también conservaba un buen cuerpo
de caballería de reserva: los coraceros del mariscal Ney,
quienes imponían respeto con sus cuidadosamente escogidas monturas y
sus uniformes con casco y peto de reluciente metal. Para terminar de
rearmarse adecuadamente, necesitaba un buen número de soldados con que
reconstruir las unidades regulares. Tendría que conformarse con muchos
reclutas inexpertos, pero no tenía tiempo para más. Su Grand Armée quizá
ya no era la misma que asoló Europa años antes, pero seguiría siendo un
ejército potente. Aunque, ¿qué podía hacer con un único ejército frente
a cuatro grandes ejércitos enemigos?
Un plan magistral
Napoleón entendió inmediatamente que
Inglaterra era la clave de la nueva coalición. Era el único país que ya
no temía ser invadido por el Emperador de Francia —aunque en el pasado
las madres inglesas amenazaban a sus hijos con Bonaparte si no se iban a
dormir—porque en la batalla de Trafalgar el almirante Nelson
había destruido la flota francesa y con ella la posibilidad de que el
ejército napoleónico desembarcase en Gran Bretaña. Envalentonados por su
dominio de los mares, los británicos ya no tuvieron inconveniente en
enviar a Wellington hacia España primero, y hacia Bélgica después. Los
mares eran propiedad de los ingleses… y Napoleón sólo era peligroso
sobre tierra. Inglaterra estaba a salvo; el Canal de la Mancha era su
escudo protector.
Pero a los demás países europeos sí les
temblaban las rodillas cada vez que recibían noticias sobre las
movilizaciones en Francia. Sin un mar que les protegiese de Bonaparte,
tan sólo el poder económico, militar y sobre todo naval, de Inglaterra
les daba confianza suficiente como para mantenerse unidos. Y Napoleón se
dijo que si conseguía vencer a Wellington en Bélgica, el resto de la
coalición se vendría abajo, presa de la desconfianza. Una idea certera:
no podía vencer a todos sus enemigos a la vez, pero si primero
despachaba a los ingleses —y conociendo a sus rivales, los reyes
europeos, que al contrario que Napoleón habían sido educados como
aristócratas y no como soldados— no tardarían en querer firmar tratados
de paz con Francia, atenazados por el pánico.
Tres meses después de apearse de una
barca en el sur de Francia para recuperar su trono, Napoleón —empujado
por las mismas prisas que movían a sus adversarios—se dirige con su
nuevo ejército a Bélgica para expulsar a Wellington del continente. ¿El
problema? Wellington no está solo. Blücher está acampado cerca de él. Y
quizá podría vencer a británicos y prusianos… por separado, pero nunca
juntos. Un dilema que hubiese hecho tirar la toalla a cualquier otro
militar de su tiempo, y a casi cualquier general de otra época. Pero
estamos hablando de Napoleón, el hombre capaz de lo imposible: él no
tiraba la toalla sin buscar una solución, por arriesgada e inverosímil
que pudiera parecer. Muchas veces, durante toda su carrera, se había
jugado el todo por el todo. Sólo así había alcanzado la cumbre. Era hora
de jugárselo todo a una carta, una vez más.
En los inicios de su carrera como
militar, cuando defendía el honor francés en Italia, se había enfrentado
a dilemas semejantes: dos ejércitos enemigos acampados frente al suyo. Y
había encontrado una solución: la táctica de la “posición central”.
Cuando un ejército está acampado, hay una línea de suministros
—alimentos, municiones, etc.— que llegan o bien desde el mar, en barcos,
o bien desde una carretera importante. Es importante para un ejército
no alejarse de esa línea de suministros o se arriesga a que sus soldados
se queden sin alimentos ni municiones en muy poco tiempo, y
especialmente después de una batalla. Cuando un ejército se ve obligado a
replegarse con el fin de prepararse mejor para la batalla, lo hará
siguiendo la dirección de esa línea de suministros para no perderla.
Esto es algo que Napoleón sabía bien;
como sabía que los suministros de británicos y prusianos acampados en
Bélgica llegaban desde direcciones opuestas: los británicos recibían
pertrechos, alimentos y materiales desde la costa, a la que llegaban en
buques procedentes de Inglaterra. Los pertrechos prusianos, en cambio,
llegaban desde el interior a través de una carretera. Si Napoleón
conseguía hacerles retroceder a ambos a la vez, y según su lógica de las
líneas de suministros, británicos y prusianos se plegarían en
direcciones opuestas… separándose.
Las batallas de Ligny y Quatre Bras
Los dos enemigos de Napoleón no
imaginaban que se atrevería a atacar a ambos a la vez —sobre el papel,
era un movimiento suicida—, y pensaban que una jugada más lógica sería
intentar atacar Bruselas pàra bloquear los suministros británicos. Esto
es algo que Bonaparte utilizó en su propio beneficio. Cuando dividió su
ejército en dos partes, una dirigida por él mismo y otra a cargo del
mariscal Ney, para penetrar por sorpresa en la “posición central” —el
punto de separación de ambos ejércitos aliados— sus dos rivales no se lo
esperaban y no pudieron reaccionar de otro modo que replegándose, tal y
como Napoleón había previsto, siguiendo sus respectivas líneas de
suministros. Británicos y prusianos se separaron unos de otros, y cuando
quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde. Esta primera parte del
plan de Napoléon, efectuada dos días antes de la batalla de Waterloo,
salió casi a la perfección y parecía poner a los aliados en una posición
muy precaria. Sólo un error del mariscal Ney impidió que el gran éxito
obtenido por Nonaparte aquel día fuese todavía más rotundo.
Ney era retratado en numerosas pinturas
de la época sobre un caballo y sable en mano, siempre cargando contra el
enemigo. En ocasiones, incluso se le retrataba empuñando un sable con
la hoja partida en dos. Aquello no era una exageración propagandística:
el valor del mariscal Ney en la batalla era inigualable, una gran
inspiración para sus hombres, y ese era el principal motivo por el que
Napoleón le mantenía al frente de la caballería aun a sabiendas de que
era tácticamente algo inepto (y que además le había traicionado tras su
primera derrota). Napoleón consideraba el factor psicológico muy
importante en una batalla —algunas de sus más grandes victorias se
habían apoyado fundamentalmente en ello—y pensaba que si Ney daba ánimos
a los suyos y causaba el terror entre los adversarios, eso le confería
un valor intrínseco enorme. En el enfrentamiento entre Ney y Wellington
en Quatre Bras salió lo bueno y lo malo de su manera de comandar: el
impulso inicial impidió a los británicos ayudar a sus aliados y terminó
consiguiendo que optaran por retirarse a un lugar donde prepararse mejor
para una nueva batalla, pero Ney se entretuvo más de la cuenta haciendo
cargas de caballería innecesarias y tardó demasiado en volver junto a
Napoleón para ayudarle a destruir el ejército prusiano.
Mientras, Napoleón se enfrentó a Blücher
en Ligny y obtuvo una victoria, obligando a los prusianos a huir,
alejándolos todavía más de los británicos. Pero no pudo destruir el
ejército de Blücher como era su intención inicial porque Ney llegó
demasiado tarde. Un pequeño traspiés al que nadie —ni franceses ni
aliados—dio demasiada importancia en su momento, pero que a la larga
sería fundamental en el resultado de la gran y definitiva batalla que
tendría lugar dos días después.
Tras finalizar aquellas dos primeras
batallas, Napoleón se había salido con la suya. Los dos aliados se
habían separado. Envió una parte de su ejército, comandada por el
mariscal Grouchy, con la misión de interponerse en el
camino de Blücher e impedirle regresar para ayudar a Wellington. El
general inglés, por su parte, estaba justo donde Napoleón había
previsto: cerca de la localidad de Waterloo, encajonado frente a unas
colinas. Pese a que era una posición ideal para la defensa (y Wellington
era conocido por sus tácticas defensivas), los británicos tenían un
bosque a sus espaldas, el cual, en caso de que Napoleón consiguiera
provocar su retirada, impediría un repliegue organizado y convertiría
las tropas de Wellington en simples presas indefensas huyendo en
desorden ante los cazadores franceses. Cuando el día anterior a la
batalla ambos generales analizaron el mapa, les embargaron sentimientos
bien opuestos. Napoleón estaba triunfante y comentaba a sus ayudantes:
“mañana cenaremos en Bruselas”. Wellington, mientras, se sentaba abatido
en su tienda de campaña y mirando el mapa dijo: “el maldito me ha
tendido una trampa”.
Para Napoleón Bonaparte, todo parecía
estar de cara. Una vez más había logrado lo que era aparentemente
imposible: separar a sus aliados, poniendo a uno de ellos entre la
espada y la pared e impidiendo que el otro acudiese en su ayuda a
tiempo. Iba a vencer a los británicos, sacudiendo los cimientos morales
de la coalición entre sus enemigos para volver a dominar Europa y
cambiar definitivamente el curso de la Historia. Así pues, ¿qué pudo
salirle mal? (continuará)