Un
Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes
políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran
gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario
ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a
amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los
Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los
maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y
acientíficos.
La antigua afirmación de los jesuitas, según los cuales
si se encargaban de la educación del niño podían responder de las
opiniones religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por
la realidad de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos
eficiente en cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que
lo fueron los reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores
triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino
impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande
todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad.
Por el simple procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo
que Mr. Churchill llama un telón de acero entre las masas y los hechos
o argumentos que los jefes políticos consideran indeseables, la
propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera mucho más
eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más elocuentes
denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas.
Pero el silencio
no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros
síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de
la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes
Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por
los gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que
intervendrán en ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras
palabras, el problema de lograr que la gente ame su servidumbre. Sin
seguridad económica, el amor a la servidumbre no puede llegar a
existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el problema de
la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy rápidamente a
darse por sentada. Su logro es una revolución meramente superficial,
externa. El amor a la servidumbre sólo puede lograrse como resultado de
una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos.
Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los
siguientes descubrimientos e inventos.
En primer lugar, una técnica
mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los
infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas, tales como la
escopolamina.
En segundo lugar, una ciencia, plenamente desarrollada,
de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes
gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado lugar en
la jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros
cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema
social y a contagiar su descontento a los demás.)
En tercer lugar
(puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la
gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un
sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al
mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína.
Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a largo plazo, que exigiría
generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión
satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a
estandarizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los
dirigentes.
En Un mundo feliz esta uniformización del producto
humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no
imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los
bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con
inteligencia infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era
Fordiana, ¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes
rasgos característicos de este mundo más feliz y más estable —los
equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema científico de
castas—, probablemente no se hallan más que a tres o cuatro
generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las
cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro de
pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expenderán
como las licencias para perros, con validez sólo para un período de
doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más
de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica
disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el
dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales
colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer
esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo
la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad
sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es
su destino.
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